domingo, 23 de agosto de 2009

Las suertes del yoyo



Era una tarde aciaga de domingo ¿o de miércoles? Me disponía a leer uno de esos libros que apenas fueron hojeados cuando recién salieron de la librería. El mueble de cedro abarcaba la pared más larga de mi pequeña biblioteca personal en la que ya albergaba más de 4 mil títulos clasificados conforme al viejo sistema Cutter. De pronto sentí una curiosa sensación de cuando alguien te vigila desde algún pequeño punto. Eché un vistazo y reparé cuando descubrí al vigía parado en la puerta. Mi hijo de 5 años me miró con sus ojos hiperactivos y dijo sin mayor preámbulo “papi, quiero ser poeta maldito”. Pequeñas anemonas negras cayeron lentamente desquebrajándose como baldosas tiradas desde muy alto. No supe si sentirme orgulloso o llorar; llorar amargamente de felicidad porque se estaba conjurando un negro pero hermoso destino. Me pregunté si Baudelaire alguna vez le vaticinó su clarividencia a su padre ¿Por qué un Maldito y no un Contemporáneo? –pensé- o un gran vago pero a la manera del admirado Robert Walser. Sin decir nada, sentí la estupidez de mi rostro dibujándose en una sonrisa nerviosa. Un sepulcral silencio de biblioteca vacía obnubiló mi mente. Caminé unos pasos para servirme un trago. El niño, inmóvil, permaneció como paciente observador intuyendo mi desconcierto. Miraba cómo el dorado chorro de escocés derretía lentamente el único hielo de mi vaso cuando me jaló del pantalón. Lo miré y repitió con una seguridad rayana en lo macabro “papá quiero ser un poeta maldito”. Bebí el trago de golpe. Me senté fingiendo tranquilidad pero fallé, aunque les juro amigos que una fuerte energía me hacía alzar orgullosamente el pecho. Pensé que era preferente eso a que me dijera que quería ser juez, político o abogado, sentí alivio. Confieso que cuando he pensado en el futuro de mi hijo -incluso antes que naciera- he anhelado fervientemente que sus gustos sean proclives hacia las artes. Pensaba que nada me dejaría más satisfecho. Pero ahora frente a esa prematura elección no sabía qué decir. Recordé el hambre, la soledad, el delirio, las largas noches alucinando, acostado en el piso frío de una casa vacía, volví a mis excesos de juventud cuando me sentía poeta maldito, y un escalofrío recorrió mi cuerpo como si una larga y sucia cabellera me acariciara lentamente desde la región occipital de mi confundida cabeza. Bien, dije sonriente mientras acariciaba su mejilla, tu puedes ser lo que quieras, puedes ser poeta, pero no necesariamente Maldito -insistí- ¿Maldito por qué? -dije con cierto tono morboso-. En niño sonrió malévolamente y sin más dijo “Papá, quiero ser whisky”.